Vivir con una esteticista significa conocer su mundo de cerca: productos, tratamientos, clientas y ese aroma a crema hidratante que se impregna en la ropa. Pero una cosa es ver y otra, muy distinta, hacer. Y créanme, aprendí esa lección de la manera más divertida (y vergonzosa).
Todo empezó cuando Laura se quedó sin una de sus esteticistas por un día. Justo ese día tenía una clienta VIP que no quería reprogramar su cita de masaje relajante. Viendo el dilema, quise ser el héroe de la historia.
— «¿Qué tan difícil puede ser? Solo es dar un masaje, ¿no?» —solté con la confianza de un hombre que nunca ha tocado una crema profesional en su vida.
Laura me miró con una ceja levantada, pero como tenía mil cosas que resolver, decidió darme una oportunidad… con condiciones.
— «Está bien, pero primero practicas conmigo.»
Ahí debí sospechar que estaba cavando mi propia tumba.
Me dio un frasco de aceite, me explicó los movimientos básicos y me indicó que empezara en su espalda. Todo iba bien hasta que puse demasiado aceite y sus palabras exactas fueron:
— «¡Javier, parezco pollo listo para asar!»
Intenté corregir mi error, pero el desastre ya estaba hecho. Mis manos resbalaban como si estuviera intentando amasar masa sin harina. Traté de aplicar más presión, pero en lugar de relajarla, terminé dándole un golpe accidental con el codo.
— «¡Ay! ¿Me estás masajeando o entrenando para la lucha libre?»
Entre risas y un intento fallido de disculpa, Laura se sentó y negó con la cabeza.
— «Definitivamente, quédate con la administración y deja la estética para las profesionales.»
Moraleja: No subestimes el trabajo de una esteticista. Lo que parece fácil requiere técnica, práctica y, sobre todo, manos expertas. Yo, por mi parte, entendí que mi lugar en el centro de estética no es en la cabina, sino apoyando desde fuera… y dejando los masajes a quienes realmente saben.
¿Alguna vez han intentado que alguien sin experiencia haga su trabajo? ¿Cómo les fue? ¡Cuéntenme su historia en los comentarios!