Eran las once y cuarto de la mañana y el centro estaba tranquilo. Laura terminaba de preparar una cabina para una limpieza facial que, a simple vista, no tenía nada de especial. La clienta era nueva, se llamaba Yolanda, y había reservado por la web sin dejar ninguna nota. Nada fuera de lo común.
Cuando Yolanda entró, Laura notó enseguida algo distinto. No en su piel, sino en su mirada. Venía maquillada, pero los ojos los traía cansados, apagados. Sonrió con cortesía, pero no era una sonrisa alegre, era una de esas que se ponen cuando una intenta no venirse abajo.
—“Puedes dejar tus cosas ahí, ponte cómoda y ahora empezamos”, le dijo Laura con su tono cálido de siempre.
—“Gracias… sí, necesitaba esto”, murmuró la clienta mientras se quitaba el abrigo.
Durante los primeros minutos, todo fue según el guion: diagnóstico visual, limpieza superficial, vapor… Pero algo flotaba en el ambiente. Esa tensión sutil que solo se nota cuando estás acostumbrada a leer gestos más que palabras.
Yolanda hablaba poco. Solo respondía con monosílabos o frases cortas. Pero en un momento, cuando Laura aplicaba la mascarilla purificante, se le escapó un suspiro hondo. Luego dijo:
—“Perdona si estoy callada. No es nada contigo. Es que hoy… hoy necesitaba estar aquí, en silencio.”
Laura, que muchas veces llena el silencio con conversación para que no parezca incómodo, decidió algo distinto: no decir nada. Solo asintió con una sonrisa serena y le dejó su espacio.
El resto del tratamiento transcurrió así, casi en silencio. Solo la música suave de fondo y el murmullo del vapor.
Al terminar, Laura le ofreció un vaso de agua y un espejo. Yolanda se miró sin decir nada durante varios segundos. Y entonces, con los ojos ligeramente humedecidos, dijo:
—“Hoy no venía por la limpieza. Venía porque necesitaba parar. Y porque no quería que nadie me preguntara demasiado. Gracias por entenderlo sin hablarlo.”
Fue uno de esos momentos que te recuerdan que, aunque trabajas con la piel, muchas veces lo que estás cuidando es el alma.
Cuando me lo contó por la noche, Laura me lo resumió así:
—“Hoy he aprendido que a veces, el mayor gesto de empatía no es saber qué decir, sino saber cuándo callarse.”
Y tenía toda la razón. En un sector donde a menudo se cree que hay que llenar todos los espacios con conversación, a veces el silencio consciente, respetuoso, vale más que mil palabras bienintencionadas.
✨ Moraleja:
Escuchar no siempre es con los oídos. A veces es con la actitud, con el cuerpo, con la paciencia. En los centros de estética también se acompaña desde el respeto al silencio. Porque no todas las clientas buscan hablar… pero muchas necesitan sentirse escuchadas.