El sábado pasado por la mañana, la escena en nuestro salón era digna de una comedia. Mientras Laura intentaba explicarme con mucha seriedad los beneficios de un nuevo vial de péptidos, nuestros dos hijos habían montado su propio «centro de estética» en la alfombra. El pequeño, armado con un bol de yogur, intentaba aplicarle una «mascarilla nutritiva» a su hermana mayor, que a su vez le hacía una «manicura» con rotuladores lavables. Verlos tan concentrados en su caótico juego me hizo pensar en el desafío constante que supone para nosotros fusionar la pasión profesional de Laura con nuestra vida familiar.
Cuando tienes un negocio tan absorbente y personal como un centro de estética, es imposible dejarlo en la puerta de casa. Al principio, nos preocupaba. ¿Cómo gestionábamos la curiosidad de los niños sin que interfirieran? ¿Cómo les hablábamos del trabajo de mamá de una forma sana, que fomentara el autocuidado y no la vanidad? El punto de inflexión fue el día que nuestra hija decidió que nuestro gato necesitaba urgentemente un «tratamiento facial iluminador» y usó para ello una de las cremas más caras de Laura. Tras el susto inicial (y limpiar al pobre gato), entendimos que prohibir no era el camino. Teníamos que integrarlos.
Fue así como desarrollamos algunas estrategias que nos han cambiado la vida. Lo primero fue crear «El Rincón del Pequeño Ayudante» en un cuartito del salón. Para esos días de emergencia en los que no queda más remedio que traerlos, tienen su propio espacio con cuentos, lápices y juegos. La regla es de oro: ahí pueden ser artistas, pero en la zona de cabinas hay que estar en «modo ratoncito», porque mamá está ayudando a la gente a relajarse. Además, canalizamos su curiosidad con el juego. Les compramos un maletín de belleza de juguete y les enseñamos que el trabajo de mamá no es «poner guapa» a la gente, sino «cuidar» su piel. Hablamos de «limpiar la cara para estar sanos» y de «ponerse protección para que no nos queme el sol».
Poco a poco, les hemos dado pequeñas responsabilidades que les hacen sentir importantes. A veces nos ayudan a doblar toallas pequeñas o a poner pegatinas en las bolsas de muestras que preparamos. Ver sus caras de orgullo cuando un cliente les da las gracias no tiene precio. Han pasado de ver el salón como «el sitio que le roba a mamá» a verlo como una extensión de nuestra casa, un lugar donde su madre crea bienestar y del que ellos, a su manera, también forman parte.
Moraleja: Intentar separar por completo trabajo y familia cuando la pasión es el motor principal es una batalla perdida. Nosotros decidimos construir un puente en lugar de un muro. Al hacerlo, nuestros hijos no solo entienden y respetan el trabajo de su madre, sino que aprenden desde pequeños una lección valiosísima sobre la importancia del cuidado, la responsabilidad y el amor que se pone en todo lo que se hace.