El otro día, una clienta habitual le decía a Laura mientras pagaba: «Es que da gusto venir aquí, de verdad. Todo está siempre impecable, la música relajante, la temperatura perfecta… todo funciona como un reloj». Laura le sonrió con esa gratitud genuina que tiene y, por encima del hombro de la clienta, me lanzó una mirada cómplice. Yo estaba en un rincón, de rodillas, apretando el tornillo de una pata coja de la mesita de recepción. La clienta no me vio, y ese es precisamente el quid de la cuestión. En el gran teatro que es el centro de estética de mi mujer, yo soy el tramoyista.
Mi rol no aparece en la carta de servicios. No sé diferenciar un sérum de ácido hialurónico de uno de vitamina C, pero mi momento estelar llegó hace un par de meses. Laura había invertido una pequeña fortuna en una máquina de radiofrecuencia de última generación. Tenía cita con una clienta muy importante para estrenarla. Y, cómo no, diez minutos antes de la hora, la máquina se negó a encender. El pánico se apoderó de la cabina. Laura ya tenía en la mano el teléfono del servicio técnico oficial, lo que significaba una visita carísima y, peor aún, una espera de días.
Con la clienta ya en la sala de espera, le pedí a Laura que respirara hondo. Mientras ella la entretenía con un té, yo me enfrenté a la bestia tecnológica. No hice nada heroico. Apliqué la santísima trinidad de la informática casera: apagar, desenchufar, esperar diez segundos y volver a enchufar. Nada. Pasé al plan B: una búsqueda frenética en YouTube con el exótico nombre del aparato. Encontré un vídeo de un técnico alemán que, aunque no entendí ni una palabra, mostraba una combinación de botones para resetear el sistema. Funcionó. La máquina cobró vida con un pitido celestial justo cuando Laura entraba de nuevo con cara de funeral. La alegría en sus ojos en ese momento fue mi mejor paga.
A veces me río y pienso que toda pequeña empresa necesita un «solucionador de problemas» en la sombra. Alguien que se pelee con la compañía de internet, que sepa dónde está el cuadro de luces, que monte los muebles de IKEA sin que sobren tornillos y que, en definitiva, se ocupe de todo lo que no es «belleza» para que la experta pueda dedicarse a lo suyo. Mi trabajo es invisible para los clientes, pero sé que cada luz que funciona, cada camilla que no cruje y cada aparato que se enciende a la primera, contribuye a esa experiencia perfecta que ellos tanto valoran.
Moraleja: En el ecosistema de un negocio, especialmente uno tan personal como un centro de estética, hay roles visibles e invisibles. Y ambos son absolutamente vitales. Quizá yo no soy el que deja la piel de las clientas radiante, pero me enorgullece ser quien se asegura de que el escenario donde ocurre la magia esté siempre a punto. Soy J. Vidal, y mi especialidad es el «soporte técnico y emocional».